viernes, 31 de agosto de 2018

Millones de atolones

Es septiembre; acabaron las vacaciones. Como casi todo en esta vida, a algunos les parecerá una debacle y otros considerarán las posibles ventajas de la agradable rutina. Y es que en esta rutina cabe de todo: trabajar, hacer que uno trabaja, tuitear hasta que sangren las yemas, consultar las últimas novedades de las redes sociales, hacer nada -lo más sano, sin duda- y, en fin, todo aquello relacionado con la malsonante palabra procrastinar, tan pronunciada como injustamente denostada.

Una actividad que no suele defraudar es soñar despiertos de vez en cuando, cerrar los ojos y visualizar nuestro cuerpo serrano tumbado en un edén primigenio, ese espacio donde nos gustaría estar y no estamos, como suele pasar. Océano, playa, arena blanca, échatecremaniñoquetienesmuchoslunares, un cóctel sintiendo la brisa fresca, el relajante olor a salitre: un islote en medio del mar infinito.

El atolón-hotel Dhaalu, en las Islas Maldivas (Discover Dhaalu)

Y qué mejor lugar que un atolón, con sus blanqueados arrecifes rompiendo las olas. Vamos, pues, a exponer las características de estos ámbitos acompañándonos del impagable Google Earth; a ver qué encontramos por esos recónditos lares.

Para fundirnos con el entorno, nada mejor que una buena banda sonora: el sedante From Here to Now to You del surfero hawaiano Jack Johnson hará los honores. Tampoco viene mal un poco de jarabe de estantería, ya que desde pequeñito me han advertido que no hay que abusar de la Wikipedia. El Arrecifes Coralinos parece una buena elección.

Arrecifes en el océano Índico y Pacífico Occidental (libro Arrecifes Coralinos)
El término arrecife, en el argot marinero, implica todo bajío en el mar que pueda entorpecer la circulación de una embarcación. Es decir, un depósito submarino apilado por la corriente, que puede ser de arena (arrecife de arena), de roca (arrecife rocoso), o de coral (arrecife coralino), aunque también puede tratarse de acumulaciones de fango y sedimento sobre praderas marinas, típicas del Mediterráneo.

En el sentido más biológico, un arrecife es una estructura en forma de banco que se eleva desde el fondo marino hasta la superficie del agua, construida sólidamente por organismos vivos que promueven un ecosistema singular, compartimentado, donde sus habitantes poseen adaptaciones específicas.

Por tanto, se le puede considerar un rompeolas que origina zonas de oleaje y zonas de aguas tranquilas, con diversos gradientes de luminosidad, variaciones de luces y sombras, de cantidad de nutrientes y, por tanto, con gran diversidad de organismos repartidos en nichos ecológicos distintos, que tienen la particularidad de poder reconstruir su propio hábitat.

Tipos de arrecifes coralinos (libro Arrecifes Coralinos)

En cuanto a su morfología, encontramos diferentes tipos de arrecifes coralinos. El más difundido es el arrecife costero, el cual bordea la costa desde el límite de las aguas someras hacia el mar. Cuando el arrecife ha crecido mucho, por erosión se puede formar una laguna interior. El mar Rojo es una región característica de este tipo de arrecifes, en todos sus estadios de desarrollo.

Arrecife costero, con sus lagunas arrecifales, frente a Hurghada (Egipto)
El arrecife barrera a veces se confunde con el arrecife costero. La diferencia principal es el tamaño: el arrecife barrera es mucho más grande: la laguna arrecifal puede alcanzar una anchura de muchos kilómetros y una profundidad de hasta 70 metros. Su origen también es distinto: la barrera coralina, a diferencia del arrecife costero, se origina mar adentro, no en la misma costa. Sin duda, el arrecife barrera más conocido -y amenazado- es la Gran Barrera de Coral, en Queensland, Australia.

Arrecife barrera: la Gran Barrera de Coral,  frente a Mackay (Australia)
El arrecife plataforma es el más aislado, ya que está rodeado en su totalidad por aguas profundas, pudiendo situarse sobre la plataforma continental o en océano abierto (arrecife oceánico). Los primeros aparecen al sur de la Gran Barrera, las islas Swain y la Capricorn Coast son buenos ejemplos.

Arrecife plataforma: Heron Island, frente a Gladstone (Australia)
En cuanto a los arrecifes plataforma oceánicos, los más aislados, los encontramos en el Índico, en las Islas Mascareñas, al este de Madagascar y alejadas miles de millas de la costa más cercana.

Arrecife plataforma oceánico: la isla Rodrigues, en las Mascareñas, junto a las islas Mauricio y Réunion (Océano Índico)
El último tipo de arrecife coralino es el famoso atolón, que no es más que un arrecife situado en mar abierto, en forma de anillo con una laguna arrecifal interior. Siempre han tenido su hueco en la imaginación de muchos escritores románticos: algunos creen que Robert Louis Stevenson se inspiró en el atolón Suwarrow para La Isla del Tesoro, aunque lo que sí dijo es que es "la isla más romántica del mundo". Si lo dice Robert, habrá que comprobarlo.

El atolón más romántico: Suwarrow, en las islas Cook. Véase la corona arrecifal, la laguna con pináculos y el obligado canal al mar abierto.
La profundidad de la laguna arrecifal es proporcional al diámetro del atolón, y suele estar rodeada por una corona arrecifal bastante escarpada aunque abierta al mar al menos por un paso, que suele situarse a sotavento. En esta laguna pueden aparecer islotes (pináculos) formados por arena y restos de coral. Una característica peculiar de algunos atolones, especialmente de los de las Maldivas, es el faro, atolón muy pequeño que no llega al kilómetro de diámetro. A veces una hilera de faros circundan atolones más extensos.

Corte del un atolón (libro Arrecifes Coralinos)
 El tamaño de los atolones es muy variable: los hay muy grandes, de más de 125 km de longitud, como el atolón Kwajalein (Islas Marshall) o Suvadiva (Maldivas) o más reducidos, de menos de diez kilómetros de diámetro.

Atolón enorme: Kwajalein (Islas Marshall)
Los más pequeños aparecen al sur del archipiélago de Tuamotu (atolón Nukutipipi) y al sur de las Islas Marshall, como el curioso Onotoa.

El precioso atolón Onotoa, en la república de Kiribati
Ponemos fin a esta relajante entrada prometiendo que seguiremos explorando estos entornos tan evocadores y amenazados por el cambio climático. Ya lo dijo el explorador Thor Heyerdahl al encallar en el atolón de Raroia: "las anémonas y corales daban a todo el arrecife la apariencia de un jardín de rocas cubiertas con musgo y cactos y plantas fosilizadas, rojas y verdes, amarillas y blancas. No había color que no estuviera presente, ya fuera en el coral o en las algas, en los caracoles marinos y conchas o en la variedad de peces fantásticos que nadaban por todas partes..."

miércoles, 15 de agosto de 2018

Prada en el desierto


Una carretera de asfalto impecable, solitaria, recta como dibujada con tiralíneas. Hace calor; las nubes bajas y oscuras presagian tormenta en el desierto de Chihuahua, más concretamente al oeste del estado de Texas, antes de llegar al ruinoso villorrio de Valentine. A unos trescientos metros, a la derecha de la carretera, se divisa -si no es un espejismo- un cubito blanco con unos toldos, que surge de la rojiza estepa. Nada más en lontananza: únicamente plantas rastreras, agostadas y un silencio que es algo más que la ausencia de sonidos.

Con curiosidad desbocada, decido aparcar el coche en una superficie de tierra frente a tan peculiar construcción ¿Qué hace aquí esto?


Cruzo la carretera, el pequeño edificio revela una tiendecita cerrada, de aspecto impecable, de nombre Prada Marfa. A través del sorprendentemente limpio cristal aparecen, en tres estantes, zapatos de tacón y, por delante, varios bolsos con buena pinta, nada de polipiel. Temporada Otoño-Invierno de 2005, para los iniciados. Me acerco a la puerta. Un estruendo surge encima de mi cabeza: de cuatro nidos huyen varias golondrinas, alteradas por el visitante inesperado. Vaya movida; el corazón me sale por la boca.

Aunque no lo parezca, se trata de una famosa instalación artística, creada por los arquitectos berlineses Michael Elmgreen e Ingar Dragset en 2005 dentro del concepto artístico Land Art, en cristiano "arte en el territorio". La sola visión, insospechada, de esta escultura en un entorno fuera de su contexto, con sus implicaciones filosóficas imbricadas en la dualidad contradictoria de significados elemento-paisaje, hace que me eche al monte para analizar esta corriente artística, deduciendo lo que puede ser y lo que no es Land Art.

El término Land Art fue acuñado por el artista Robert Smithson en los años 60 del pasado siglo, inspirado por el contemporáneo arte minimalista, donde se primaba la geometría, el volumen y el material sobre el contenido emocional de la obra. Inauguró el movimiento con su célebre Spiral Jetty, una acumulación de rocas basálticas que forma una perfecta espiral sobre las aguas del Great Salt Lake de Utah (EEUU), construida en 1970.

La espiral Jetty sobre las costras de sal del Great Salt Lake (Utah, EEUU), imagen de Google Earth
¿Qué significa esta escultura? Para Smithson, presuntamente, la reconexión con un paisaje primigenio. Para el que suscribe, jungiano hasta la médula, un símbolo arquetípico sobre el paisaje que, tal vez por su parecido a un zarcillo, puede sugerir despliegue, crecimiento. O mejor aún, una simple espiral gigante flotante, que no es moco de pavo en cuanto a fuerza visual. Lo bueno del arte moderno es que a cada individuo le puede sugerir algo distinto, cosa que no puede decirse del arte "clásico", más figurativo y encorsetado en su interpretación, generalmente.

Otra obra señera del Land Art es The Lightning Field, del escultor norteamericano Walter De Maria. Se trata de una malla de 400 pararrayos situada en el desierto de Nuevo México, y simboliza la conexión con las fuerzas de la naturaleza, en este caso las eléctricas. La gracia de este, por decir algo, montaje, es quedarse una noche en una cabina ad hoc (250 dólares por persona y noche en temporada alta), rodeada de los postes. Si hay suerte y se desencadena una tormenta, se lo flipa. Si no, siempre se puede superar el sablazo fotografiando el monumento al atardecer o al anochecer; las sombras afiladas siempre dan juego.

El Lightning Field (1977) en plena performance (auladefilosofia)
También es muy conocida la inconclusa obra City, comenzada en 1972 por Michael Heizer y situada en una zona despoblada del desierto de Nevada. Cuando finalicen los trabajos, será la escultura más grande del mundo. Su aspecto es el de una ciudad futurista de gran rotundidad geométrica, con algunas reminiscencias a ciudades antiguas. Calles, bloques, explanadas, formas geométricas, texturas: verdaderamente espectacular.

El City de Michael Heizer, al sureste de Adaven, Nevada, EEUU (Pinterest)

En España también tenemos nuestra dosis de Land Art. Y del bueno, por cierto.
Comenzamos en Llanes, Asturias, con la obra de Agustín Ibarrola Los Cubos de la Memoria. Se trata de un conjunto de grandes bloques de hormigón, pintados con diversos motivos, que hacen de escollera del puerto de esta bella localidad.

Los Cubos de la Memoria (La Gaceta de Gea)
En esta colorida obra, el autor expone que "muchos artistas piensan que la naturaleza se ha construido a sí misma a través de millones de años, y que en eso consiste su belleza. Yo pienso lo contrario, que el paisaje ha sido construido por el hombre desde que éste existe; el paisaje que vemos todos los días tiene la geometría que el hombre le ha venido dando a lo largo de toda la historia" Tampoco es que aclare mucho sobre su significado profundo, por lo que creo que no lo tiene; es, simplemente, muy decorativa. No siempre hay que buscarle tres pies al gato: con cuatro va sobrao.

Otra obra de interés es la Oreja Parlante, en la ciudad de Zaragoza, esta vez de la austriaco-española Eva Lootz. La artista nos dice que "significa abandonar la parcela del individuo aislado y comprometido únicamente con su propio horizonte vital y sus intereses particulares –escuchar difumina las distancias y desdibuja los contornos, escuchar enseña generosidad– y abrirse al horizonte de una conciencia de la humanidad como un todo". Sobran las palabras.

La Oreja Parlante, de Eva Lootz (legadoexpozaragoza)
Muy plástico es el Centro de Arte y Naturaleza Cerro Gallinero, en Hoyocasero (Ávila), donde hay nada más y nada menos que 27 obras permanentes y algunas efímeras, mereciendo una visita. Como ejemplos, tenemos La Cimbra, un arco de libros sobre un armazón de madera, de insondable explicación.

La Cimbra, en Cerro Gallinero (cerrogallinero)
Más simbólico es el laberinto de Mogor-Hoyocasero que, según su autor "destaca frente a otros muchos de planta cretense en Europa, Asia y América precolombina porque la suavidad y exquisitez de sus curvas sugieren al espectador imaginativo un cuerpo femenino de brazos múltiples, a modo de diosa hindú todopoderosa". Está claro que el que autor de esta obra no tiene abuela, ni la necesita.


El Laberinto, en Cerro Gallinero (cerrogallinero)

Ya podemos tener una idea de lo que puede ser esta corriente artística. Ahora, vamos a exponer algunas obras que podrían adscribirse al Land-Art, aunque no estén oficialmente consideradas así.

La primera obra es Coche y Hormigón, del entrañable genio teutón Wolf Vostell, situada en su lisérgico museo cacereño, de visita obligada en mi opinión. Entre los bolos graníticos del Monumento Natural Los Berruecos surge este auto vintage empotrado en un cubo, que simboliza la dualidad entre la naturaleza y el mundo contemporáneo, digo yo.

Coche y Hormigón, de Wolf Vostell (Malpartida de Cáceres)
Bajemos de intensidad; el final de la entrada se acerca. Provincia de Cuenca, en un itsmo que se adentra en embalse de Buendía, al norte de la localidad homónima, se localiza la Ruta de las Caras. Se trata de un recorrido por un bello pinar mediterráneo, salpicado por esculturas talladas en roca viva, quizás algo kitsch pero divertidas, que representan tanto personajes como Arjuna, Krishna, Maitreya, La Monja, el Paleto o el cachondo Chemari, como objetos: Moneda de la Vida, Cruz Templaria o Espiral del Brujo, entre otros; en total 18 piezas. No está mal, hay que verlo para creerlo.

Cabezas de Maitreya y Arjuna, en la Ruta de las Caras de Buendía (Viajes en la mochila)
Ya hemos visto que las obras de Land Art tienen que situarse en espacios abiertos y naturales, ser obras artificiales, pueden ser enormes o más pequeñas, y su función ha de ser puramente contemplativa, además de que pueden representarse objetos tanto simbólicos como figurativos, mejor si están descontextualizados.

Con estas premisas, podría deducirse que algunas ruinas o restos que ya no tienen la función de antaño y que siguen mostrando cierta potencia estética en el paisaje pueden ser considerados Land Art ¿Por qué no?

Así pues, las gigantescas cortas y las ruinas de las onubenses Minas de Rio Tinto podrían ser Land Art. Su visión es verdaderamente sorprendente, sobre todo al amanecer o atardecer, debido al contraste entre el paisaje, colorido por la presencia de minerales, y los elementos artificiales: gigantescas cortas, huecos escalonados, restos de construcciones; todo de gran tamaño, como manda la ortodoxia de esta corriente artística.

Corta del Cerro Colorado, Minas de Riotinto, Huelva (La Gaceta de Gea)
 También podrían considerarse Land Art algunos yacimientos arqueológicos de estética impactante, como la Motilla del Azuer, de la Edad de Bronce, segundo milenio antes de Cristo. Otra forma de ver las ruinas, muchas veces tan inservibles como evocadoras.

La Motilla del Azuer, en Daimiel, Ciudad Real (Motilla del Azuer). Más Land Art, imposible.
Así pues, hemos visto obras simbólicas y figurativas; enormes, grandes y de tamaño medio; en ciudades, pueblos y campo abierto; con crítica social o sin ella...

Gracias a todos estos ejemplos, ya tenemos suficientes pistas para contestar con propiedad nuestra apremiante pregunta:

¿Qué es Land Art? ¿Y tú me lo preguntas? Land Art eres tú...

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