jueves, 18 de noviembre de 2021

Rutas anárquicas: el Tajo, de Aranjuez a Colmenar de Oreja

Continuamos con nuestro periplo aguas arriba del Tajo desde Aranjuez, tal y como lo dejamos en el recorrido anterior. No nos vamos a detener en la propia localidad porque ya está suficientemente divulgada y lo nuestro es pisar terreno lo más desconocido posible, si se deja. Además, ya escribí una ruta vintage sobre esta zona tan variada -aunque a priori no lo parezca- en esta entrada, aunque su objeto era más bien buscar restos geológicos. En estas exploraciones, por si alguien no se ha dado cuenta, cabe de todo. Como siempre: todas las fotos son de un servidor a menos que indique lo contrario.

Son las nueve de la mañana de un día cualquiera de otoño, despejado, y hace bastante frío: cero grados, ni pa tí ni pa mí. Comenzamos en el extremo este de Aranjuez, al final de la calle de la Reina. Una carreterilla asfaltada, bordeada de altos chopos y anchas sendas peatonales -camino de las Aves a Sotomayor- nos indica que por allí debe haber algún que otro punto de interés, delatado por algunos corredores y senderistas que desafían la rasca dominante.

Primera parada a orillas del Tajo
A la derecha dejo una hípica y un restaurante, ambos cerrados. Llego a un punto en el que la pista gira 90º hacia el sur. Aparco a la izquierda para explorar la playa de la Pavera.

NO es Ibiza precisamente
Salgo del coche; escucho el crujido de mis botas sobre la hierba helada mientras me acerco a la presunta playa fluvial. Me dan la bienvenida varias papeleras rebosantes de porquería y unos maltrechos bancos de madera, mientras un destartalado y cerrado chiringuito me recuerda que no es temporada de baño. Intento distinguir algún rastro de un arenal -eso que se supone que caracteriza a un playa- y no veo más que un tranquilo meandro de agua verdosa y opaca, que parece más un lodazal. Unos pajarillos interrumpen el silencio, quizás para compensar lo cutre del lugar.

Vuelvo a la pista y encuentro unas columnas que enmarcan el portón de la Casa de la Monta, gran edificio construido por Carlos III como caballeriza real. Cerrado, cómo no, su uso ni está ni se le espera. 

La Casa de la Monta, sin oficio ni beneficio

Otro edificio en el que se mete pasta a borbotones, con el único objeto de que no se venga abajo mientras las autoridades autonómicas y municipales dirimen lo que pueden hacer con ello o pasan de todo, una de dos a gusto del consumidor. Al menos me deleito con su precioso frontón, en el que aparecen un par de caballos en medio bulto, que enmarcan un escudo en el que se lee "VENTO GRAVIDAS EX PROLE PVTABIS", algo así como "a juzgar por sus potros os parecerán fecundadas por el viento". Eso sí que es optimismo.

Proseguimos unos 500 metros, con la compañía del canal de las Aves -uno de los que riegan los jardines de Aranjuez- a la izquierda, hasta que la pista asfaltada se convierte en tierra, y tiramos por un sendero a la izquierda que discurre pegado a dicho canal, hasta llegar al azud del Embocador, una pequeña represa del Tajo construida hacia 1530, bajo el reinado del emperador Carlos I.

El escarpe yesífero desde el azud del Embocador
El canal de las Aves se interrumpe por unas esclusas y, a la izquierda, la caseta de la central hidroeléctrica del azud, sin puerta. No puedo resistirlo, aunque imagino lo que voy a encontrar. Voilá, el arte urbano de los pintamonas de turno, con su pertinente acompañamiento de basura en el horadado suelo, donde aparece una especie de pozo donde se situarían el generador y la turbina.
Nada nuevo bajo el sol
Escucho el sonido del agua precipitándose, lo que me hace asomarme a la ventana. Allí está: una preciosa y lisa cascada que parte el cauce del río en dos. En la parte superior dos ánades reales rompen el espejo del agua. Idílico lugar, sin duda. Lástima de vandalismo.
La presa del azud
Regreso al coche no sin antes admirar los escarpes yesíferos que bordean el sur del río, hacia donde me dirijo. Para interpretarlo correctamente consulto el mapa geológico, que me dice que son yesos tableados y nodulares intercalados entre arcillas verdes, grises, marrones y rojas. Vaya paleta de colores.

Sigo la pista, con el escarpe a la derecha, en dirección este, hasta que llego a un monolito que me recuerda la infausta y puñetera Guerra Civil, un desastre que aún pagamos todos, seguramente gracias a sus numerosos fans, esos que nos la tienen que recordar casi todos los días.

Nada más que añadir

La pista de tierra empieza a preocuparme, ya que las lluvias recientes la han convertido en un barrizal, empeorado aún por las profundas roderas de las máquinas agrícolas. Lo peor para mi compacto; menos mal que tengo algo de callo en esto de la conducción fuera de carretera. A duras penas avanzo unos kilómetros, con algunos resbalones y golpes en los bajos, y me sitúo bajo la cúbica silueta del castillo de Oreja, donde aparece un sendero a mi derecha. Asciendo en zigzag mientras observo los cantiles yesíferos, resquebrajados y erosionados, y el suelo arcilloso y húmedo, que se pega a las botas formando una pasta pesada que lastra la progresión.

Oigo lo que me parece el disparo de un cazador, y me pongo en guardia consultando la Orden de Veda de la comunidad autónoma, algo muy recomendable para salir de dudas de si está o no permitido.

Pues parece que sí, por lo que saco un chaleco reflectante de la mochila y un silbato, por eso de hacerme ver y oír. Y es que, a veces, uno se puede llevar un tirito cortesía de estas almas cándidas.

El castillo de Oreja

Me fijo en la vegetación halófila y algo esquelética, entre los reflejos de los cristales de yeso al sol, mientras llego a la base de la torre del homenaje del castillo, que parece consolidada, no amenazando colapso inminente. Frente a la misma, del siglo XII, el despoblado de Oreja y, al fondo, la blanca ermita de la Asunción, junto a otro barrio del despoblado, algo más moderno aunque igualmente ruinoso. Todo sobre la ondulada paramera de la mesa de Ocaña, con su paisaje estepario, a priori poco apto para la vida.

El despoblado de Oreja, al fondo la ermita

Exploro el despoblado: cuevas y bodegas entre restos de muros y material cerámico, curiosas hornacinas, techumbres que amenazan colapso, clavos por doquier...un lugar apasionante y fotogénico aunque peligroso si no se anda uno con sumo cuidado. Así que debo hacer una advertencia para papás hiperventilados: no es buen sitio para el asoleo del menor (o menora) so pena de descalabro o tétanos. Queda dicho.

Rodeo la torre para buscar una entrada, que encuentro en la cara norte. Bajo unas escaleras y admiro el interior, vacío de alturas intermedias, y la bóveda de medio punto, de ladrillo. Muy interesante, a ver lo que dura en pie.

Regreso al coche y avanzo esquivando roderas cada vez más pronunciadas. A kilómetro y medio la pista se bifurca en dos; el topográfico sugiere que me dirija hacia el sur, que por el camino del Tajo no hay salida. A un kilómetro asciendo una rampa pedregosa y, a lo lejos, diviso los pinos y cipreses que bordean el pequeño embalse de Noblejas, lugar que los habitantes del pueblo homónimo llaman "el Pantanito".

El "pantanito" de Noblejas

Dejo el coche en un aparcamiento de aspecto más bien abandonado y sucio, con una fuente seca, y me acerco a una pequeña playita a orillas del embalse. Se trata de una represa del arroyo de la Fuente del Berrato que actuá como un oasis en medio de la estepa manchega. El agua es verdosa y está lisa como un espejo, solo interrumpido por la V de algunos patos, que parpan ajenos a mi presencia. Al otro lado del embalse unas construcciones bastante rústicas aclaran que por aquí vive gente, bastante aislada del mundanal ruido.

Bordeo el embalse y cojo una pista en dirección este. Llego a una bifurcación en la que encuentro un cartel que me indica que estoy en la senda de los Frailes, camino del Acirate en el mapa topográfico.

Paisaje sencillo pero precioso

Tiro a la izquierda, al norte y, a unos 900 metros, cojo el cordel de la Senda Galiana al este y, dejando el cerro Cabeza a la izquierda, giro abruptamente hacia el norte, por un chunguísimo camino, estrecho y embarrado, por el que me desvío. Me enfrento a una gran pendiente de subida, respiro profundamente y, bastante tenso, soporto la subida con la tierra tocándome los bajos y los neumáticos, de un lado para otro, giran intentando evitar las pegajosas roderas. Llego a un llano donde encuentro las primeras casas, muy dispersas, de la urbanización "Los Almendros del Tajo", con lo que respiro más tranquilo, pues lo peor de la ruta ya ha pasado.

Llego al cruce de la polvorienta "calle" principal de la urbanización, de aire western con sus farolas oxidadas y rotas, con lo que me viene a la cabeza un temazo del gran Ry Cooder. Llego al cruce con la carretera TO-2558 -ya asfaltada- y me fijo en el logo y rótulo de entrada de la urbanización: "ciudad residencial"; que no se diga que los españoles no sabemos vender bien.

Ya no hay publicidad como la de antes

Desciendo por la TO-2552 hacia el norte y, a la altura de una gran tinaja, me desvío a la derecha, admirando la vega del Tajo.

Descendemos al Tajo

Comienzo a ver algunos chalets con piscina, pertenecientes al poblado de La Aldehuela. Mi fijo en un logo muy bonito en uno de ellos: cuatro peces enroscados, que me recuerdan a un trisquel, o algo parecido. Imaginación al poder.

Bonito logo pesquero

Avanzo hasta el cauce del río, y encuentro la central eléctrica de La Aldehuela, con un cartel que dice "aquí no hay cobre que robar". Al lado dos abandonos: la antigua central eléctrica y un chaletillo, medio quemado por dentro.

Arreglada tendría su punto

Sigo la carretera al este y, tras dejar una estación de tratamiento de agua potable (ETAP para los amigos), cruzo el Tajo por un puente, llegando a la estrecha y muy transitada M-320, carretera que liga unas cuantas canteras de áridos.

El Tajo desde La Aldehuela

Tiro a la derecha, paralelo al río, con cuidado porque la carretera es muy estrecha y los camionazos me tiran hacia la cuneta. A la izquierda una enorme cantera con mucho trajín. Tras ella me fijo en unos viñedos -de la denominación Vinos de Madrid- con unas preciosas florecillas blancas, lo que me da subidón, como ser sensible que soy.

Viñas y flores

Me acerco a la carretera de Colmenar de Oreja, y un rótulo indica que hay un merendero a la derecha. Me desvío y paso por debajo del puente de Villarrubia, donde encuentro una zona verde, muy sucia y encajada entre una cantera, la carretera y el río.

Bajo el puente de Villarrubia

Respiro profundamente junto al cauce, rememorando lo mucho que me ha gustado esta exploración, que ha tenido de todo. Incluso algo de tensión: la vida misma.

¡Hasta la próxima!












 



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