domingo, 16 de octubre de 2022

Unboxing literario: Lübke y la exploración espeleológica (I)

Continuamos la entrada anterior sobre el precioso libro generalista de Anton Lübke, editado en 1961 y plagado de evocadoras imágenes, en blanco y negro sobre fondo amarilleado y envejecido, que tengo el placer de desvelar para asueto y solaz de mis presuntos lectores.

Vamos pues, siguiendo el guión de este libro aunque sin copiar -eso denota incapacidad y mal gusto a partes iguales- a recorrer la historia de la espeleología desde la Edad Media hasta la fecha de edición del libro. Y no nos referimos al uso de las cuevas como refugio o vivienda, tan antiguo como la Humanidad, sino al momento en el que las cuevas fueron exploradas por su valor científico, estético o, simplemente, por pura curiosidad. En esta entrada (de dos, por lo menos) vamos a recorrer esta historia desde sus primeros albores, algo magufos como corresponde la la época (siglo XV) hasta el comienzo de la investigación propiamente científica de las cavernas (siglo XIX).

Una exploración espeleológica literaria: Don Quijote en la sima, defendiéndose de los animales (Grabado de Gustavo Doré, Cervantes Virtual)

Comenzamos en 1490, Alemania: Hans Breu exploró la cueva de Sofía, con el objetivo de encontrar salitre para fabricar pólvora, uno de sus componentes. En esa época estaba de moda buscar la terre nitreuse (los nitratos y fosfatos del salitre) en cuevas horizontales, donde también se encontraban -ya que estamos- oro, plata y otros elementos útiles.

La cueva de Sofía (Frankenjura)   

De 1535 nos ha llegado un legajo de un tal Berthold Buchner, en el que se narra la exploración de la cueva de Breitenwinner acompañado de otros lugareños de Amberg, Alemania. Un dato curioso es que, por primera vez, se enumera el material que se emplea para la exploración: linternas, yesca, cuerdas, escalas, martillos, picos y, cómo no, pan y vino, para que todo se haga más llevadero.

Huesos en la cueva de Breitenwinner (greaterancestors)

También describe la exploración, donde lo principal era asegurarse la salida mediante una cuerda, a lo hilo de Ariadna, y, para horror de las almas más sensibles, esto se conseguía marcando con señales las paredes de la cueva. Descendieron la friolera de dos mil metros para encontrarse una sala llena de huesos, que ellos tomaron como "de gigantes". Más allá otra sala, con esqueletos humanos empotrados en la roca, lo que engoriló a la peña haciéndolos picar como locos para llevarse lo que pudieran, cosa que yo también hubiera hecho en su lugar y época, qué coño. Tras ésta, varias salas más llenas de huesos hasta que encontraron una cascada de un río subterráneo y, adyacente a ésta, una especie de capillas con esculturas y una fuente, donde refrescaron el vino, y otros elementos curiosos descritos por Buchner. Afortunadamente y tras no pocos accidentes, todos consiguieron salir de la cueva más o menos ilesos.

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La cueva de Maximiliano, hogar de la estalactita más tocha de Alemania (Maximiliansgrotte)

En 1596, también en Alemania, se exploró la cueva de Maximiliano, con el objeto de conseguir oro a partir de placeres auríferos y salitre, desmenuzando estalactitas y estalagmitas. Parece ser que este objetivo tan poco ecológico fracasó, pero se descubrieron cosas interesantes. De las paredes -a modo de limpieza- se retiró la capa más blanda denominada nihilum album, vendiéndose después como ungüento medicinal, al igual que los dientes de oso de las cavernas, que trituraron para ese mismo fin, y la terra sigillata, un barro excelente para la piel. Pragmatismo germánico: del cerdo, hasta los andares.

Portada de Le Monde Sousterrein, del extraño Jacques Gaffarel

Poco después pululaba por este mundo el gran polímata y jesuita excéntrico Athanasius Kircher -al cual prometo una entrada dedicada a su figura-, que escribió Mundus Subterraneus en 1646, basándose en la obra de Jacques Gaffarel, un curioso cura experto en Cábala que escribió Le Monde Sousterrein. A la moda de entonces nos presenta el siguiente título, algo calenturiento:

"El mundo subterráneo, o descripción histórica y filosófica de los más bellos antros y las más raras grutas de la Tierra, cavidades, agujeros, bodegas, guaridas secretas, construcciones ocultas de diversos animales, tribus desconocidas; de los abismos, gargantas, maravillosas hendiduras de montañas; fosas memorables, minas famosas de toda clase; habitaciones subterráneas, criptas, catacumbas, templos tallados en la roca, pozos de mina, fuentes extraordinarias, peñas colgantes, cisternas, depósitos de agua y, en general, de todas las cavernas, cuevas y cavidades más famosas del mundo, con todas las notabilidades que encierran."

En sus páginas -que no he podido ojear al no encontrarse más que en la Biblioteca Nacional de Francia- cuenta las peripecias de todo tipo de personajes y lugares extraños: profetas, cabalistas, filósofos, poetas y santos, entre acontecimientos extraños y fuerzas misteriosas que predisponen al regocijo o al llanto, a la locuacidad o taciturnidad, a la sanación o a la muerte. Todo muy mágico y nada científico, lo que corresponde a un amante de la Cábala, la astrología y la alquimia, que era lo que se llevaba entonces.

El milagro de San Genaro: fenocristales de augita expelidos por el Vesubio (Prodigiosis Crucibus)

En cuanto al amigo Kircher, uno de sus mayores éxitos -que fueron muchos; éste era un auténtico genio, el puto amo- es el Diatribe de Progidiosis Crucibus, un texto de 1661 (anterior al Mundus Subterraneus), en que trata de obtener conclusiones basadas en demostraciones empíricas, refutando las explicaciones sobrenaturales o mágicas. El objeto de este libro es desmontar, mediante la observación racional, la opinión popular de que los cristales en forma de cruz que aparecieron tras la explosión del Vesubio de 1660 eran una señal de que San Genaro, el patrón de Nápoles, los iba a proteger del volcán, aunque otros pensaban que era un signo de la ira de Dios.

Depósitos subterráneos de magma (Libro V Mundus Subterraneus)

Kircher se dio cuenta de que esos cristales cruciformes únicamente se encontraron sobre ciertas ropas húmedas, con lo que pudo inferir que la ceniza volcánica, al posarse sobre la tela, cristalizaba ortogonalmente siguiendo las fibras de la misma. Hizo él mismo el experimento, y pudo comprobar que se formaban cristales de augita

Vamos a simular el fuego subterráneo (Libro VIII Mundus Subterraneus)

Pues bien, este mismo espíritu racional quedó plasmado en el Mundus Subterraneus, gran obra en 12 libros en los que, más que de espeleología propiamente dicha, trata temas variados: en el Libro I, el centro de la Tierra, su paradoja y geometría; Libro II, geografía y accidentes de la Tierra; Libro III, hidrografía, náutica, mareas; Libro IV, denominado "pirología" (estudio sobre el fuego, relacionado con el vulcanismo); Libro V, sobre el origen de los lagos, manantiales y ríos; Libro VI, del elemento Tierra, que produce el mundo subterráneo (química, trata sobre el nitrógeno, aluminio, etc); Libro VII, de los minerales que forman la corteza terrestre; Libro VIII, sobre piedras talladas, animales de las cavernas, hombres y demonios; Libro IX, sobre venenos, plantas y sustancias medicinales; Libro X, sobre metalurgia; Libro XI, sobre alquimia; Libro XII, sobre temas variados, incluyendo numerosos experimentos científicos.

El dragón de las cavernas, como lo mires te deja petrificado (Libro VIII Mundus Subterraneus)
Es muy reseñable que, en cada capítulo, se explican los procedimientos para hacer experimentos caseros sobre el tema en cuestión. Se trata de una obra que no ha sido nunca traducida: únicamente se encuentra en latín, con la dificultad que eso entraña. Es por ello todavía más apasionante, y constituye todo un reto a cualquiera que se quiera acercar a esta obra magna, misteriosa a más no poder.

Corales y demás "frutos marinos" (Libro IX Mundus Subterraneus)

Un tiempo más tarde, hacia 1771, el párroco naturalista y curioso Johann Friedrich Esper exploró la cueva de Gailenreuth, en la que encontró multitud de huesos de animales extintos además de una mandíbula y una "paletilla" humana. Esto le llevó a pensar, en plan científico, que los osos de las cavernas -unos bichos del pleistoceno- convivían con estos humanos de buen rollito, lo que desató una polémica agria con el sabio de referencia de aquella época, Georges Cuvier, que argumentó que esa coexistencia era imposible.

Cueva de Gailenreuth, según Esper (Lindhall)

Sin embargo, por primera vez, nuestro cura detectó que un fémur, de los que sacó de la cueva, estaba horriblemente deformado, infiriendo que el dueño tuvo cáncer de huesos; por tanto, quizás el primer paleoforense, el creador de la paleopatología.

Sección de la cueva de Maximiliano, por Adalbert Neischl (Lochstein)

Los trabajos de Esper revolucionaron la espeleología de la época, y entre 1789 y 1827 aparecieron numerosos trabajos sobre exploración de cuevas en Alemania, Francia y Suiza, destacando Adalbert Neischl, que estimó la conveniencia de levantar planos de las cuevas como condición previa de la exploración científica, inaugurando la espeleología moderna.

Finalizamos esta entrada sobre la exploración de las cuevas justo antes de poderse llamar espeleología, antes de ser propiamente científica. En la próxima entrega repasaremos la espeleología clásica, ya a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

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