jueves, 28 de octubre de 2021

Rutas anárquicas: el Tajo, de Azucaica a Aranjuez

Seguimos con un nuevo capítulo de la serie de rutas anárquicas, esta vez por la provincia de Toledo. Vamos a remontar el Tajo entre la ciudad de Toledo y Aranjuez sin incluir ambas, ya que nos interesa salir de lo trillado, explorar lugares carentes de todo turismo, tal vez descubrir el gracejo de lo anodino, el puntito de lo que aparentemente no despierta curiosidad alguna. Antes de nada: todas las fotos son propias salvo que indique lo contrario.

Cogemos la carretera CM-4001 a las afueras de Toledo y enfilamos a levante; a unos pocos kilómetros llegamos a Azucaica, dejando el vehículo en un parque bastante bien conseguido que separa el casco urbano de la misma carretera. Desciendo por la avenida principal admirando una sucesión de edificios default (como diría un aspirante de millenial como el que suscribe), hasta que encuentro una casa baja con fachada en ladrillo y piedra, aparejo típicamente toledano, poniéndome en situación de lo que puedo esperar en esta zona en el mejor de los casos.

Casa típica toledana

Llego a la plaza principal con su iglesia, como corresponde a todo pueblo español que se precie, y entro para pulsar el ambiente. Una enorme e iluminada Virgen de la Candelaria, de tamaño natural, preside en conjunto en la semipenumbra del interior, dándome ganas de espiritualidad. Pido al Jefe y a la Jefa que me inspiren en este recorrido, a ver si consigo ver más allá de lo evidente: falta me hace en un lugar como este.

Virgen de la Candelaria en la iglesia de Azucaica

Es pronto y hace fresco, aunque el día apunta soleado y templado. Bostezo y, alarmado, me deslizo hacia el bareto de la plaza, con su terracita ad hoc. Cual barista de barrio, le pido al camarero un caféconlechecortodecaféenvasoconlechefría, que para un servidor es la versión propia del Martini de James Bond. Me siento en la terraza con mi vaso de caña, que posee la temperatura de la lava del volcán de La Palma, todo un clásico español. Y es que, pidas lo que pidas, en el bar te van a dar su versión simplificada al absurdo, que no estamos para leches, nunca mejor dicho.

Ya recuperado y con la lengua rasposa, me dirijo al centro de la plaza, donde encuentro una fuente que se pone en funcionamiento cuando me acerco, por eso de ahorrar energía. Vamos bien.

Sigo por la calle principal hasta un parque con juegos infantiles, llamándome la atención una casa de estilo mozárabe, quizás propiedad del prohombre (o de la promujer, para que nadie se ofenda) del pueblo. Una delicia para paladares arquitectónicamente exigentes.

Con un par

Continúo por la calle Arenal hasta el final del pueblo, para tratar de observar la vega del Tajo en este punto. Lo más patente son una serie de invernaderos y pequeñas huertas, y al final el bosque de galería que sigue el cauce del río. Poco que ver, aparte de las ristras de chalets adosados que evidencian la cualidad de Azucaica como pueblo-dormitorio. Vuelvo al coche y me sorprende el consultorio médico, con unos lucernarios que me recuerdan a los del palacio de la Asamblea en Chandigarh, obra del maestro Le Corbusier. En Azucaica se sitúan a hombros de gigantes, sin duda.

Le Corbusier en Azucaica

Sigo por la CM-4001 en dirección noreste. Veo algo aplastado, con una banderita, que avanza en la carretera. Al acercarme compruebo que es un ciclista parapléjico, que pedalea con las manos mientras está tumbado en una especie de bicicleta. Le adelanto con cuidado, mientras me digo a mí mismo que eso es tener mérito y no otras cosas. Un par de kilómetros más adelante paro junto a un monolito que señala el caserío de Higares y su castillo medieval, tal y como marca el mapa topográfico que llevo en el móvil. Es una propiedad particular y, como tal, amenaza con toda suerte de males para el que ose avanzar ¡voto a Bríos!

 

Acceso al castillo de Higares
Prosigo hasta Mocejón, aparcando en la calle principal. Avanzo hasta la ermita de la Veracruz, del siglo XVI, cerrada como suelen estar multitud de edificios religiosos fuera de los horarios de misa ¿tanto les costará dejarlos abiertos, leñe?

En la plaza homónima encuentro una fuente con agua y esa deliciosa babilla verde que tanta vida suele albergar. Recojo una muestra, en un frasquito, para mirarla al microscopio, cosa que, como ya sabrá mi posible lector por entradas anteriores, me gusta más que a un tonto la política.

Ermita de la Veracuz, en Mocejón

Llego a la plaza del pueblo, donde unos mayores se asolean hablando de sus cosas frente al edificio del Ayuntamiento. Me llama la atención el balcón corrido con pilares y faroles de fundición: tiene su gracia. Driblo a la iglesia de San Esteban Protomártir, de gran tamaño, construida en ladrillo y mampostería como casi todo el patrimonio de la zona. No está mal para un pueblo dedicado a los servicios.

Cojo el coche y me dirijo al sureste, por la CM-4006 en dirección a Algodor, dejando a la derecha, a pocos kilómetros, el caserío de Velilla, donde se encontraron restos arqueológicos de la Edad del Bronce. Poco más adelante giro a la izquierda y cruzo el Tajo dejando una acequia elevada, ruinosa, a la izquierda: pura arqueología agraria, agroarqueología. Llego a la nave de viajeros de la abandonada estación de Algodor, de estilo neomudéjar, muy bonita.

Nave de viajeros de la estación de Algodor

Aparco para observar este interesante enclave de cerca. Una ventana se abre chirriando en el silencio reinante e indicándome que no estoy solo, lo que me produce cierto repelús y precaución, algo que no debe faltar en lugares de este tipo porque hay mucho pirado suelto. Accedo a la zona de andenes a través de una puerta entreabierta, dejándome frente a un paisaje digno de película distópica: de frente vagones descacharrados y pintados por los "artistas" de turno; a la derecha una ristra de viviendas bajas, algunas con aspecto de estar ocupadas; a la izquierda la marquesina de la estación, con su estructura metálica roblonada y su precioso reloj, que marca permanentemente las 6:23.

Marquesina de la estación de Algodor
Me acerco a la marquesina y me fijo en una canasta de baloncesto, lo que apoya que este lugar está habitado, aunque no vea a nadie por aquí. Consulto el Catastro Virtual para comprobar el uso de estas edificaciones: la nave de viajeros se construyó en 1879, y tiene uso industrial agrario (como estación de servicio); las viviendas de la derecha constituyen fincas independientes de uso residencial, las más pequeñas construidas en 1930 y las más alejadas -más grandes- edificadas en 1960.

Viviendas de una altura en la estación de Algodor, de 1930

Realmente un lugar extraño para vivir, de sabor steampunk. La verdad es que me gustaría saber qué mueve a la gente a vivir en lugares de este tipo ¿quizás el precio? Ni idea, pero lo que tengo claro es que no debe ser un lugar okupado, aunque lo parezca.

Regreso a Mocejón, no sin antes detenerme pasado el puente sobre la vía férrea, ya que, a la izquierda, aparece señalada una ermita en el mapa topográfico. Salto una valla caída y, entre los pinos, encuentro la ermita de Mocejón, con su acceso tapiado y lleno de basura. Su pequeña espadaña sin campanas me sobrecoge.

Ermita de Mocejón, con mal pronóstico

De vuelta al coche encuentro una curiosa chimenea con una ventana entreabierta. Me asomo, enciendo la linterna y encuentro un pozo con agua. Pozos y ermitas, interesante sinergia; algún día escribiré sobre ello.

Ya en Mocejón, tiro por la CM-4001 hasta alcanzar Villaseca de la Sagra. Mi primera impresión es francamente buena: este pueblo no se parece a los anteriores, las casas están encaladas y parece más manchego que toledano.

Ermita de la Virgen de los Peligros, Villaseca de la Sagra

Paso junto a la bonita ermita de la Virgen de los Peligros, con su agradable placita. Tras ella una biblioteca y una plaza de gran tamaño con una fuente seca, rodeada de casitas encaladas de una planta. Solo silencio, no hay nadie y se está muy bien.

Me dirijo a la plaza mayor del pueblo, donde encuentro un interesante ayuntamiento, en aparejo toledano. Al otro lado unas casas con balcones corridos de madera, muy rústicas y auténticas.

Balcones corridos en la plaza mayor de Villaseca de la Sagra

Ya, hacia la salida del pueblo, encuentro una glorieta con la imagen de un alfarero en bronce, con la inscripción que reza "El pueblo de Villaseca de la Sagra en homenaje a nuestros maestros alfareros. Ellos sin saberlo convirtieron su trabajo en arte para orgullo y gloria de todos nosotros y de nuestro pueblo".

De forma tan poética me alejo de este pueblo que tan buen sabor me ha dejado, enfilando la CM-4001 hacia el sureste. En la primera glorieta que encuentro, giro a la derecha, ya que una especie de torre ha captado mi atención.

El poblado de ACECA

Se trata de un poblado edificado en 1969 y ligado la central de ciclo combinado que se encuentra en sus inmediaciones: la térmica de ACECA, una enorme y ruidosa mole que obtiene electricidad a partir de la combustión de gas natural. Este poblado consta de hileras de chalets de una y dos alturas, a modo de pueblecillo con dotaciones como un parque y pistas deportivas, entre otros. La torre del acceso me recuerda vagamente al silo de Hortaleza, salvando las distancias.

Vuelvo a la CM-4001 y, nada más cruzar la vía férrea, tiro por una ancha y polvorienta pista a la derecha, junto a unos silos de cereal. Llego a un pequeño diseminado y giro 90 grados a la derecha por una pista mucho peor, con lo que me voy aproximando a la central, patente por su continuo zumbido.

La ermita junto a la central térmica
Tras cruzar la vía del tren, llego a la ermita de Nuestra Señora de Fátima, entre la valla de la central y el Tajo. Lugar poco idílico pero interesante porque ¿quién demonios vendrá a esta ermita apartada de todo, junto a un enorme edificio industrial?

Se trata de un edificio algo pastelón que quizás se relacione con el poblado anterior. Para salir de dudas consulto la primera edición del MTN50 y las minutas cartográficas, con lo que averiguo que, antes de la central, había aquí un cruce de caminos, un molino y una venta que se denominaba de Ateca. La ermita es posterior, lo que confirmaría mi diagnóstico.

Me dirijo hacia el norte por una carreterilla paralela a la verja de la central, y llego a la ruinosa estación de Vilaseca-Mocejón, de aspecto menos inquietante que la de Algodor. Ruina pura, sin humanos. Solo el arrullo de unas palomas mezclado con el zumbido de la central y el crepitar de los cables de alta tensión.

Nave en la estación de Villaseca-Mocejón

Entro en una nave pegada a las vías; la estructura de su caída techumbre arroja unas pintorescas sombras. Me place mogollón, oiga. Tampoco hay demasiado que ver aquí, salvo el rótulo de azulejos original con el nombre de la estación.

Regreso a la CM-4001 en dirección Añover del Tajo. Callejeo hasta llegar a la anodina plaza de España, sin mucho interés a excepción del campanario de la iglesia de Santa Ana.

Iglesia de Santa Ana en la poco agraciada plaza de España de Añover del Tajo

Me largo por la CM-4004 hasta el cruce con la CM-4001, donde el mapa me señala la ubicación de una ermita en ruinas y restos de búnkeres de la guerra civil. Creo localizarlos en lo alto de un cerro testigo, junto a la subestación eléctrica pero, al estar vallado, no puedo acceder.

Sigo por la CM-4001 con la intención de llegar a la A-4 y regresar al Foro pero, a la altura del kilómetro 34 me sorprenden, a la izquierda, unas instalaciones polvorientas en ese paisaje margoso, blanquecino, sin vida, de la cuenca de Aranjuez.

Encuentro, en una serie de corrales de buen aspecto, caballos de buen porte, lustrosos, como lavados con champú anticaspa. Extraño lugar, sin rótulos de ningún tipo, aunque está claro que es un criadero con espacio para fiestas camperas.

Ermita de Santa Julia, en el picadero

Salgo de dudas rápido al llegar a una ermita típicamente campera, en un paisaje que me recuerda, en cierto modo, a Arizona o Nuevo México, por lo secarral ¡qué cosas hay por ahí, fuera de los circuitos establecidos!

Ya va siendo hora de volver. Cojo la A-2 y para casa.

¿Se acuerda el lector de la muestra de agua que tomé en la fuente de Mocejón? Cojo un poco de la babilla y la coloco entre el porta y el cubreobjetos, mientras ajusto el condensador de contraste de fase. Me encuentro con los ubicuos rotíferos, esos organismos retráctiles dotados de un aparato rotatorio que les permite comer.


Hasta la próxima.

viernes, 1 de octubre de 2021

Incursiones cotidianas: Madrid, de Colonia Jardín a Lago

Seguimos con otra entrada de "incursiones cotidianas", con el ánimo obcecado de mejorar -física, mental y ejpiritualmente- la salud de mis presuntos lectores. Y, si lo uno con la exploración que tanto me gusta pues tanto mejor, valga la redundancia. Está claro: no hay nada más saludable que andar, triscar los campos, hacer el flâneur sin ser gabacho, mirar lo cotidiano para profundizar la mirada y captar lo no tan aparente; eso es la exploración y, como diría el gran Lope, quien lo probó lo sabe. Y, dentro de la caminata, nada mejor que fijarse una meta, por ejemplo los 10.000 pasos de marras, por eso que nadie me llame relativista.

Vamos, pues, a dar unos paseos con los sentidos convenientemente afilados -una pequeña meditación previa podría ayudar- y nos lanzamos a la aventura de recorrer, en este caso, algunas zonas poco "comerciales" de una gran ciudad, aunque se podría hacer en cualquier ámbito, ya que siempre habrá cosas que merezcan la pena, o no. Los recorridos serán orientativos y, por eso de no ofender a mis fans, no publicaré el track; está claro que se defienden en el terreno tanto o mejor que un servidor. Una nota para leguleyos: todas las imágenes son de mi autoría a menos que exprese lo contrario.

Al lío: son las cinco de la tarde de un lunes 21 de septiembre y salgo, cual Phileas Fogg de barrio, de la estación de metro de Ciudad Jardín, situada al suroeste de la ciudad de Madrid. Vuelvo la vista y encuentro un edificio alicatado hasta el techo de azul, que me recuerda al vaso de una piscina municipal de otra época.

Boca de metro de Ciudad Jardín  

Aprovecho para sacar la cámara y el cuadernillo, y pongo el podómetro del móvil a cero. Levanto la mirada y me topo con un rótulo que me recuerda a mis años más mozos, y a mi banda favorita de entonces: los Iron Maiden. Esto promete, me digo mientras Prowler suena en mi cabeza; la letra me viene ni que pintada.

Homenaje a los Maiden, respetando los límites de velocidad

Tiro a la derecha, por la calle Sedano, rodeado de sencillos bloques exentos, y giro por la calle Villaviciosa, alcanzando una torreta eléctrica que parece anterior a los bloques de viviendas, cuando este barrio no era más que un puñado de casas aisladas.

Torreta vintage y bloque

Sigo hasta que me topo con un edificio que parece una cárcel, más feo que el demonio, y que hace esquina con la calle Cardaño, cuyos grandes plataneros me llaman la atención. Tiro por esta calle y me encuentro una parroquia circular, una columna con una pequeña Virgen y la trasera del mamotreto, entre agradables olivos.

Parroquia del Pilar de Campamento

Sigo por un parque infantil y una plaza dura, vacía de gente, mientras me aproximo a la barrera, frontera o borde -como diría el amigo Kevin Lynch- de la autovía A-5, o carretera de Extremadura. El sonido del tráfico se eleva sobre cualquier otro, y el terreno acusa la vibración de cada vehículo al pasar. 

Llego al borde y el ruido se hace más patente. Me dirijo hacia el noreste, entre la carretera y unas viviendas con una pequeña zona verde. Miro al cielo: nubes con aspecto de pequeños borreguillos me invitan a inmortalizar la escena.

El borde de la A-5

Llego a una placita triangular con un polvoriento y residual espacio de aparcamiento, y prosigo por el borde. Los edificios se pegan a la autovía; algunos muestran las placas del Instituto Nacional de la Vivienda. Debe ser duro vivir con este ruido y estas vistas, filosofo mientras agradezco mentalmente no verme en esa situación.

Edificios del Instituto Nacional de la Vivienda, que se van pegando a la autovía

Enseguida llegamos al punto donde la Casa de Campo se adhiere a la A-5, cruzando la carretera a Boadilla. Nos recibe una llamativa torre de comunicaciones sobre un alargado edificio del Canal de Isabel II. Lleva sorpresa: un enorme tubo con volantes y engranajes, a modo de escultura steampunk. Curioso.

Escultura extraña

Nos topamos de bruces con el Anillo Verde Ciclista, y un puente que cruza la A-5. Avanzo por la vía ciclista, con carril para peatones y otra gente de mal vivir. Hace una tarde preciosa: me llega un delicioso olor a pino y ni siquiera los asquerosos grafitis de los "artistas" urbanos me quitan la buena vibra. Y es que la tarde es caramelo, como diría mi amigo Vicente, aunque sin río ni sendero.

Torres de alta tensión y muro contra la A-5

  Paso junto a unas tremendas torres de alta tensión. El chisporroteo me da calambre en el cogote, mientras alcanzo una semioculta gasolinera y una zona de juegos. Frente a ellos una peculiar panadería-laboratorio, como reza su rótulo. ¿qué misterios encerrará este Silicon Valley de la levadura? El que no hace I+D es porque no quiere...

¿Qué esconderá este opaco local?

Cruzamos la calle San Manuel para entrar en la interesante colonia del Hogar del Empleado o de Nuestra Señora de Lourdes, diseñada en los años 50-60 por el arquitecto Saénz de Oíza y otros lumbreras. Avanzo entre bloques alargados, sencillos, y torres de mejor aspecto. Me doy contra el lateral de un colegio muy interesante, de esquinas curvadas y paños en hormigón y ladrillo visto, en cuyo lateral se abre una recoleta placita.

Colegio Lourdes, con mural intencional

Prosigo y me encuentro con un edificio de paredes circulares, que me recuerda a una estación depuradora de aguas.

¿Depuradora?

  Lo rodeo y nada más lejos: es un colegio de arquitectura muy pecular, de estilo organicista puro y duro, de ese que no te permite ni colgar un cuadro en la pared. Me permito hasta poner un plano, que me flipa este lugar.

Colegio diseñado por Saénz de Oíza en 1963 (IVIMA)

En el frente del cole se abre una plaza irregular, pequeña. En su lado norte unas escaleras ascienden hasta la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes y San Justino, templo principal de la Renovación Carismática Católica en España, una peculiar, algo mística y moderna -para los estándares del negocio- corriente de la Iglesia, en la que se prima el buen rollo: la adoración y alabanza al Jefe. En el frontispicio aparece la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés, con sus lenguas de fuego.

Sede de la RCCE en España, casi nada

Bajo a la plaza y me interno por unos módulos con pérgola, a modo de puestos de mercado, diseñados por el arquitecto Eduardo Mangada. Como telón de fondo, un larguísimo bloque exento hace de murallón separador con la A-5.

Módulos comerciales y bloque-muralla

Mientras avanzo, entre jardincillos, pienso en lo mucho que me está gustando esta colonia a nivel urbanístico, con sus irregulares plazas, desniveles, elementos sorpresivos; en resumen, su variedad. Habría que preguntar a sus habitantes, claro. 

Alcanzo la calle Villagarcía, de aspecto más convencional, y me fijo en la dura y fea plaza con un agujero que mira a la A-5. Como viene siendo habitual, un par de patinetes abandonados a su suerte.

Bodegón: patinete en plaza dura con agujero

Avanzo por la misma calle y llego a un fondo de saco, ya que la calle Villamanín pasa por debajo de la A-5, creando un desnivel insalvable. Vuelvo sobre mis pasos, pensando que descontarlos de los 10.000 previamente marcados para el recorrido. Pero -aunque es bien sabido que el que hace la ley hace la trampa- no lo voy a hacer, ya que el recorrido es como la vida, es lo que es, y engañarse a uno mismo al respecto es, como poco, poco práctico. Para volver a la calle Villamanín cojo una calle en forma de L, y me fijo en un edificio de viviendas -que hace esquina con la A-5- más moderno, puramente ochentero, de esos que pueblan la zona de Arturo Soria.

Avanzo hacia el noreste por la calle Villasandino, hasta detenerme en una plaza que alberga una curiosa parroquia: la del Rosario, de los franciscanos conventuales. Se trata de un edificio de los que poseen una piel rugosa, con textura y movimiento, contrariamente a otros de fachada más lisa y menos trabajada. Me gusta mucho el juego de luces y sombras que le provoca el atardecer.

La parroquia de Nuestra Señora del Rosario

En esta misma plaza se esconde un pequeño pilar con la foto de un cura, que supongo estaría ligado al barrio.

Sigo por esta calle, entre bloques de viviendas anodinos, medio kilómetro, hasta que me encuentro, a la derecha, con el Centro Cultural El Greco, de forma cúbica revestido de ladrillo visto, que deja un espacio a la calle con una agradable terraza de bar. Sigo por la calle de El Greco, donde encuentro unos puestos de mercado de una planta, y el colegio San Buenaventura, de gran tamaño. Prosigo y giro a la derecha por un callejón, entre un pequeño edificio blando y un gran bloque de viviendas de forma curva, con lo que llego a la calle de Santa Cecilia, donde encontramos otro enorme edificio curvo, a modo de murallón que separa el barrio de la Casa de Campo.

Viviendas curvas

Giro a la derecha y luego a la izquierda encontrando una de las puertas de la Casa de Campo, que traspaso, para adentrarme en la zona de "El Renegado", donde numerosos niños y padres disfrutan de la zona de juegos.

Tras el bloque curvo la tapia de la Casa de Campo

¡Qué gusto un poco de naturaleza al atardecer! Con este pensamiento camino hacia el norte, entre los pinos. Alcanzo el primer búnker de la posición Paquillo, del Frente de Madrid de la Guerra Civil. Y más adelante el segundo, ambos semienterrados, deteriorados y llenos de basura, como no podía ser menos. Me irrita un poco la falta de civismo, pero una cotorra me advierte, con su estruendoso graznido, que no tiene solución y que no me haga mala sangre. Le hago caso, sin duda.

Búnker de la GCE, sucio y semienterrado


 Entre el búnker y la vía férrea del Metro también aparecen trincheras y agujeros causados por caída de proyectiles. Vuelvo a la calle de Dante y rodeo el centro "Escuela de la Vid e Industrias Lácteas" y sus viñedos, donde se imparten cursos de formación profesional relacionados con la alimentación y la vitivinicultura. Encuentro la entrada a la Feria de la Casa de Campo, un tanto desangelada y con aspecto algo inhóspito, sensación acrecentada por la caída de la tarde. 

Este recinto, desde los años 50 a los 70 del siglo pasado, fue ocupado por la Feria del Campo, un evento donde cada provincia española, a través de sus pabellones, exhibía sus mejores productos agrícolas y ganaderos. Alcanzo un gran edificio de cubierta ondulada, el pabellón de Convenciones. En su entrada atisbo varias personas, alguna de ellas tirada en el suelo junto a sus presuntas pertenencias y otra sentada, con la mirada perdida. En la calle principal una familia con niños pasea hacia la salida del recinto. Rodeo el edificio, muy interesante por sus bóvedas flotantes de hormigón armado, construido en 1953 y diseñado por el gran arquitecto Francisco de Asís Cabrero Torres-Quevedo.

Pabellón de Convenciones de la Feria del Campo

Sigo por la avenida principal, absolutamente desierta, y alcanzo otro pabellón, el del ICONA, el extinto Instituto para la Conservación de la Naturaleza. Se construyó en 1957 para la III Feria Internacional del Campo. Llama la atención su vestíbulo cilíndrico, con esa estructura metálica amarilla con escalera, que me recuerda a una torre de vigilancia forestal.

Pabellón del ICONA

Un poco más allá giro a la izquierda por la calle de los Hexágonos, con lo que llego al famoso pabellón de los Hexágonos, que lleva "en rehabilitación" toda la vida y nunca se acaba la obra. Me acerco a la ruinosa edificación, admirando el enjambre de módulos hexagonales sostenidos por un finos pilares metálicos en forma de paraguas. Una virguería firmada por Corrales y Molezún y construida en 1956, cosechando muy buenas críticas internacionales e incluso una medalla de oro. Si estuviera en Londres, París o Nueva York otro gallo le hubiera cantado...

El pabellón de los Hexágonos, una pena

Sigo por la misma calle y, de frente, aparece una especie de fuente abandonada, pintada, que supongo cerraría, por el oeste, el recinto de la Feria del Campo. Territorio inhóspito, crecientemente sombrío y sin atisbo de vida humana. Silencio solo interrumpido por el canto de algún pájaro.

Fuente al final de la calle

Vuelvo sobre mis pasos y, a la izquierda, el pabellón de la Vivienda, construido para la IV Feria Internacional del Campo, 1959. Consta de varios módulos cúbicos unidos en forma de dientes de sierra, con una fachada muy interesante: podría construirse hoy mismo y parecería arquitectura de vanguardia.

Asciendo por una escalinata a la izquierda, semienterrada por la hierba. Entre dos árboles, ropa tendida. Algo inquietante, ya que no se ve a nadie por aquí. Llego a una explanada donde, de frente, encuentro el teatro-auditorio y, a la derecha, el pabellón de Valencia

El teatro-auditorio

El primero me recuerda, con su torre central con dibujo y su planta semicircular, a una iglesia de alguna confesión rara, o incluso masónica: tiene un aire solemne que me recuerda -echándole imaginación- al constructivismo ruso.

Pabellón de Valencia, con un bonito azulejo

El pabellón de la derecha tiene una estética mucho más regionalista, con su bonito azulejo con banderas valencianas.

Sigo hacia el norte de la plaza, dejando a la izquierda el teatro. Un individuo, bastante azorado, se me acerca rápidamente por la izquierda. Me da un susto de muerte, y el pavo me pregunta, -en un acento indeterminado de Europa oriental- que dónde se puede denunciar un accidente de coche. Rápidamente muevo los ojos buscando a alguien, y encuentro, en la garita del aparcamiento, un vigilante. "Ese señor le podrá ayudar", le espeto mientras aprieto el paso hacia la izquierda temblándome las canillas. El hombre, satisfecho, me da las gracias y se va hacia la garita. Lo que hace la sugestión: quizás el mismo hecho a las 12 de la mañana no me hubiera dado ese susto. En fin.

Llego a la ronda de Lago, encerrada entre unos aparcamientos y la vía férrea del Metro. A unos minutos llego a la estación de Metro de Lago, con su acogedor porche semicircular.

Estación de Metro de Lago
 Esto ya es otra cosa: varios grupos de chavales conversan en sus aledaños, ya con los últimos rayos de sol. Entro y me coloco en el andén, fijándome en las ligeras bóvedas rebajadas.

Andén de Lago

Ya, totalmente relajado, miro los pasos, contando 10.178, y el reloj: son las 19:40. Con todo me ha encantado la ruta, muy peculiar y variada. Es lo que tienen los espacios intersticiales, las zonas de frontera: se rellenan con todo tipo de colonias, ferias, parques y todo lo que quepa a la imaginación.

Volveré por aquí; queda mucho que explorar.

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